viernes, 24 de abril de 2009

Doctor Zhivago

Aunque me duela y la parte más realista de mi mente dude si aún me merece, sigo enamorado de Lara. Nací romántico y platónico, ¿cómo hubiese podido evitar prendarme de un ángel? Si pudieran sentir cómo su inocente belleza les acaricia el alma, si la hubiesen visto entonces, me comprenderían, disculpando una debilidad que para mí fue fuerza, cotidiana supervivencia en unos tiempos que, como las paredes del invierno, se oscurecieron y enfriaron demasiado pronto, casi a traición: “Trabajaba apaciblemente; todo en ella era armonioso: la espontánea rapidez de sus movimientos, la estatura, la voz, los ojos grises y el color dorado de sus cabellos”. Cuando la conocí, Lara tenía dieciséis años, pero el desarrollo de su cuerpo y su inteligencia la hacían parecer mayor. Calculo que eso debió ser a finales de 1904 o comienzos del año siguiente, porque la guerra contra Japón aún no había terminado y el dilatado y tenso ciclo revolucionario que doce años después cambiaría por completo el rostro de la Santa Madre Rusia estaba a punto de comenzar.

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